Una de las mejores sensaciones de fumar en pipa no es el lento peso del humo en el velo del paladar. Tampoco -aunque también, también- es ver cómo se fragmenta un rayo de sol que entra por la ventana y atraviesa la nube que empiezas a exhalar. Hay un pequeño instante que te reconcilia inmediatamente con el mundo y te recuerda que fumar en pipa es un lujo del que ya no sabrías prescindir mucho más allá del dudoso aporte de nicotina.

Ese instante es cuando estás sentado a una mesa donde nadie sabe que fumas en pipa, y sacas la pipa y la lata de tabaco.

Muy a menudo, en ese momento muchas de las conversaciones se apagan lentamente, como un matrimonio aburrido de verse durante décadas. Los ojos se giran hacia ti y te observan en el ritual de abrir la lata, tomar el pellizco de tabaco, preparar la carga, cargarlo en la cazoleta. Las cervezas se quedan encalladas en la mesa y observan la parsimonia universal que ampara el movimiento de tus manos. Es posible que alguien comente que le recuerdas a su padre o a su abuelo, quienes también albergaban en sus manos una lentitud impropia de estos tiempos. Tú sonríes, con esa elegancia que supones era la elegancia con la que se sonreía hace cuarenta, cincuenta, sesenta años, en esas épocas en las que no sólo el humo era gris. Hay un pequeño instante en el que te sientes el continuador de una minoritaria tradición perdida, mientras a tu alrededor observas Marlboros y algunos talibanes de la asepsia.

Tú sólo sonríes, sin decir nada. ¿Qué vas a decir? Es la pipa la que está hablando. Tú sólo eres el operario que le da vida temporalmente. El que morirá y se irá y la pipa continuará ahí. Esperando a tu hijo. Al hijo que nunca vas a tener.