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«Y aquí estás, volviendo a la palabra tras tanto tiempo.

Observando cómo la nueva poesía en forma de música crece por las paredes de la que pronto será tu antigua casa.

Cerrándolo todo. Sellándolo de esa forma imperfecta que habilita al humo salir por las rendijas.

Has buscado el momento. Una pausa para poder degustar el disco que llevas meses esperando: «For My Parents», de Mono. Has construido una suerte de refugio, has llenado tu Claessen de Union Square (como algún tiempo atrás, tan lejano ya en espíritu, cuando aspirabas a ser otro). Y observas cómo la noche se expande y se derrama sobre ti y sobre un grupo de japoneses que te trae con cierta regularidad bianual esas notas que se te prenden al alma de tal manera que sin escucharlas ya sabes que serán una nueva parte de ti.

Un nuevo mueble en la casa de tu vida, esa en la que pronto será otoño. Como cada año.»

12 de septiembre de 2012

Los posts muertos que no llegan a nacer siempre tienen ese aspecto.

Ya sabes, ese aspecto desaliñado y a la vez visionario que tienen los genios en Física. Esa aparente contradicción que no sabes resolver y que normalmente esconde algo demasiado grande para ti, algo que no puedes comprender. Si acaso, intuir. Puedes ver las palabras disecadas, los mosquitos atrapados en ámbar que son.

Y escudriñar si por entonces algo indicaba lo que estaba a punto de sucederte.

Tres semanas después, apenas has podido fumar media docena de pipas en un salón precario a medio hacer, amueblado con lo básico, los pedazos de la casa anterior. Siempre experto en hacer bufandas de los retales, piensas, mientras enciendes una Saler con Cumberland. Fumar en el fragmento, en el resto del incendio de nuevo, y admitir que quizá no haya otro camino más que ese: el de observar desde la ventana cómo cae el otoño contra el suelo.

Abriste ese disco como algo nuevo y lo que salió fue, de nuevo, una vieja sensación. Pero Mono no tiene la culpa de eso, piensas, claro que no. Sólo soy yo, este ser tan imperfecto que duele, al que no le han vuelto a salir las cosas como pensaba. Pero de eso tampoco tiene nadie la culpa. Las cosas suceden y los días pasan, y pronto te apetecerá lo que fumas todos los otoños y todos los inviernos, esas mezclas de latakia que hablan de turba, leña calentando hogares, bosques preparándose a sobrevivir al hielo.

Una vez más.

«Si la vida te da limones, haz limonada»

– Antiguo proverbio de abuela

Los fumadores vivimos tiempos difíciles.

En la extinción sistemática de derechos a la que ya llevamos años acostumbrándonos, observamos ahora desde lejos como se confirman los presagios que hicimos hace tiempo y que nadie quiso escuchar: la ley antitabaco no es sólo una ley antitabaco, es un recorte de libertades civiles que se enmarca en un movimiento mucho mayor, para recortarnos paso a paso a todos, fumadores y no fumadores, libertades esenciales. Lo gritamos bien claro, y los no fumadores se reían de nosotros.

Bien, abrid el periódico. Ahora ya no se ríe nadie.

Llevamos ya un tiempo encima los fumadores en el que se nos mira de soslayo, como enfermos corruptos. Como el ejemplo que le ponen los padres meapilas a sus hijos de lo que no hay que hacer. Cómo señalarle a ese padre estereotipado que durante toda la historia las conversaciones tranquilas y las tertulias siempre han requerido de compañeros de viaje que incitaban a la reflexión y a la intimidad, como una buena copa, como el humo que da la mesura exacta a las palabras.

Inmersos en el mundo impostado de los comercios bio y la leche de soja, es imposible explicarlo. La insana vida sana.

Lo que las falacias postmodernas no cuentan es que las leyes restrictivas no son iguales en todas partes. Que no en todos los países se condena al fumador como a un apestado infame a los callejones de la vía pública. Así que me he propuesto poner mi granito de arena: ofrecer una modesta guía de locales berlineses donde se puede fumar. Para turistas y residentes.

Y para mostrarle al mundo que todavía hay maneras civilizadas de hacer las cosas.

Pronto en sus pantallas.

© Sergio Falconi-Parker, 2007

Cuando pasas los que los católicos llaman la penitencia.

Cuando nadas como un cabrón para llegar a la orilla con mar de fondo, esa que quizá señalaba la bandera amarilla que, pche, ignoraste.

Cuando avanzas por un parque de madrugada sin más iluminación que la luna, tiene que llegar el momento en el que te encuentres necesariamente con una farola que funciona. Y desde ahí, puedes seguir caminando.

Hoy me senté temprano a la mesa de trabajo y seguí dándole vueltas a una idea para una novela que llevo tiempo dejando madurar. Como en el purgatorio, como en la mar agitada, como en el parque tenebroso, he estado muchas semanas mirando a mi alrededor. Buscando la forma de poner los pies bien firmes en el suelo y saber dónde estaba.

Y sobre todo, cómo se salía de allí.

Desde mi anterior entrada, en la que cayó algún cimiento que otro de lo que era mi vida, me movía en el impasse del tiempo de entreguerras. Esa rara incertidumbre de abolir los horarios y de abrir nuevos tiempos. No todo fue neblinoso, no obstante. Llegó un espaldarazo inesperado en forma de premio y la pequeña certeza de que, tal vez, eso sea la llave a un nuevo tiempo.

Aunque es pronto para saberlo, al menos sé que es el paso que necesitaba. «Gnadenlos» ha sido esa clásica novela que duerme cuatro años en el cajón porque nadie quería publicarla. Y en cierta manera, sabía que mientras no fuera capaz de dejarla publicada, no podría centrarme en la siguiente.

Así que llamé durante años a puertas y nadie salió a abrir. Todo lo más, una voz desde dentro diciendo que dejara el folleto  en el felpudo, que ya si eso.

Hice un último esfuerzo y me lancé a por esto. Y gané.

Cayó en una época rara, donde muchas cosas de las que conformaban mi vida han cambiado definitivamente. Mi travesía del desierto.

Hoy he sido capaz de llegar al oasis, de encontrar la farola, de llegar a la playa, elijan la metáfora que más gracia les haga. Hoy he conseguido que la turbia nube de ideas para la siguiente novela empiece a cobrar forma.

first line of a novel

Con la primera línea. El primer párrafo.

En ese momento, ondeaba en mi boca una Claessen repleta de Union Square. Pasaban pocos minutos de la una y algo de la tarde. Soy incapaz de fumar algo fuerte y pesado como una primera pipa antes de la comida: por eso, para estos momentos de trabajo relativamente matinal, elijo siempre un virginia limpio y fresco que transmita su ligereza a la mañana. Abrí la lata recién llegada de Estados Unidos, dejé secar unos minutos al sol las dos láminas de flake para luego desbrozarlas ligeramente entre las palmas de mis manos y cargar la Claessen. Como buen flake de Gregory Pease, me costó mantener la brasa, pero cuando cogió velocidad de crucero pude concentrarme plenamente en el trabajo. En esa amalgama de conceptos e ideas aisladas que daba vueltas por el cuaderno y que no me conducía más que varias disyuntivas.

Fuera, el sol se derramaba sobre la terraza y me preguntaba Qué, cómo va lo tuyo, y antes de que respondiera, me dijo claramente, Déjate de esquemas y pamplinas y empieza a hablar. Empieza a escribir.

Toqué una palabra clave, pasé varias páginas y escribí la primera línea. Y después el primer párrafo.

Lo peor ya ha pasado. Gracias, Union Square.

Quienes mantenemos vivo el noble arte de fumar en pipa tenemos nuestras manías. A menudo tantas y tan comunes que corremos el riesgo de convertirnos en caricaturas: esa preferencia por escribir en pluma, ese cultivo de barbas, esas colecciones de sombreros.

Más allá de esto, somos esa clase de hombres que todavía le damos una especial significación a los ritos. La primera de ellas es esa ceremonia previa al encendido: la elección de la pipa, la elección del tabaco correspondiente, la carga, la preparación del momento, esa íntima paz que conferiremos al acto. Esta es común a todos nosotros, a esta invisible legión que no aparecemos ya por los bares y que preferimos quedarnos en la paz del hogar antes que regalar pulmonías en las terrazas a las que nos destierran estos tiempos de miseria y confrontación.

Pero también hay ritos privados.

El año pasado instauré uno, quizá el más importante. Y este año tampoco falté.

25 de diciembre. El mundo, con el pause puesto. Las calles desoladas, tramitando todavía la indigestión de la noche anterior. El cielo azul y primaveral. Preparo mi mochila con la Martín 37-09, la pipa que ya no se llama así: es la Martín Juanjo, desde que Rafa Martín me la regalara sin conocerme de nada hace ya más de dos años. Cogemos el coche y veinte minutos después estamos fuera de la ciudad, allí donde las dunas pueblan un paisaje casi lunar.

Al lugar donde cumplí la voluntad de mi padre. A verle. Es intolerable dejar que un padre pase las navidades solo, pensé el año pasado. E instauré mi rito.

El año pasado hablé con él. Llené mi mano de agua y arena, quizá tocando alguna ceniza suya sedimentada que había decidido aferrarse a esas rocas en las que tantos erizos de mar pescó y comió durante años. Le hablé y con el agua de mis manos mojé levemente su nombre tallado en la caña de la pipa.

Este año no hablé en alto. Sólo callé y encendí la pipa. Nos la fumamos juntos, yo y él en el viento. Él fumó más que yo, supongo que será el ansia de llevar dos años y medio durmiendo en la orilla del Mediterráneo sin haber catado nada de humo, decía yo, a medio camino entre la ironía y el sentimentalismo.

Pero allí fui yo a llevarle mis flores. Mis flores de humo.

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Un hombre de bien recuerda a los suyos, sobre todo a quienes se fueron, pienso. Y vuelvo a decirle adiós. O quizá hola. Uno dice adiós tantas veces en la vida para luego volver a lo despedido de una u otra manera que es inevitable pensar que el continuo del espacio y el tiempo es sólo un pensamiento, un estado de ánimo. Salimos corriendo de los pueblos que se nos quedan pequeños para lanzarnos a los abismos de las capitales y de las ciudades extranjeras para acabar saludándolos como pequeños oasis de paz en épocas vacacionales. El romanticismo extraño de volver a lo que llamaste casa, sentirlo por momentos como posibilidad o certeza, y saber a la vez que no es tu casa.

Porque no la tienes.

Nuestra patria sólo es el viento. Ese con quien fumas a medias una pipa y llamas Padre.

I say goodbye too often… (Peter Broderick)

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I toured the light. So many foreign roads.

Preparo la maleta para afrontar un nuevo salto de país. La preparo mentalmente, claro. Ella duerme todavía en el sótano el sueño de la rutina. La dispongo en el suelo de la habitación, alineada con la ventana y el sofá, destripada, esperando el cometido.

Esperando todas las posibilidades.

En el momento de hacer una maleta, un hombre es todos los hombres.

Todas las posibilidades. Todos los yos que podríamos ser.

Pienso que podría dejar caer dentro de ella un amplio surtido de camisas y pantalones aparentes, algún jersey fino, aquello que me convierte en una persona aparentemente mayor a lo que mi pasaporte afirma. O mis vaqueros más cómodos y anchos que, combinados con esos jerseys a los que el invierno es propicio, me harán pasar desapercibido como uno más de esos postadolescentes que niegan haber rebasado los 30 mientras eligen sudaderas con capucha público objetivo apenas 18. O simplemente, podría llenar mi maleta de mis todoterreno: las camisetas negras de manga larga que admiten todas las posibilidades.

Posibilidades.

Porque habrá cosas básicas que siempre llevamos con nosotros, las más íntimas, las más imprescindibles. En mi caso, además de elegir la ropa con la que los demás podrán verme, elijo un surtido de pipas y tabacos para los 17 días que me aguardan en la península.

Y es una decisión bastante más relevante que la ropa que me llevo. Al fin y al cabo, con la edad uno puede pronosticar cuántos de estos 17 días peninsulares serán días de camisa, días de zapato, días de una espontánea y no requerida corbata.

Es mucho más difícil pronosticar un momento.

Podría ocurrir: una cena respetable de Nochebuena con dos personas enjugando una ausencia. Quizá mis dotes de entertainer a tiempo parcial surtan efecto y mi madre no mire demasiadas veces la silla vacía. Puede que disfrute de una buena copa de vino. Puede que sonría al final de la cena, satisfecha. ¿Con qué tabaco y con qué pipa celebro semejante victoria? ¿Con un 1792, recio e imperial, o con algo más dinámico y alegre como un Cairo o un Fillmore? ¿Y si no lo consigo? ¿Me inclinaré hacia la latakia, que siempre me incita a reflexionar? ¿O reservaré mi mejor latakia para cuando vaya a la orilla de la cala donde le dejé, hace ya dos años y medio?

Cada uno de esos momentos en los que encenderé una pipa será completamente diferente a los demás. Tendrá un sabor, una paz determinada. Y eso es lo que, aparentemente, debo decidir ahora.

En el momento de hacer una maleta, un hombre es todos los hombres.

Y el hombre que canta, I toured the light.

Determinadas palabras tienen peso de mármol. Nacen graves y grises, nacidas para el bajorrelieve y la cita en los libros de historia. Suelen ser grandilocuentes y hablan desde los conceptos para ilustrar a las personas. Utilizan la distancia para acercarse, al menos de una forma ilustrativa. Y hay grandes libros escritos así.

Pero les falta algo. Una inmediatez que toque el alma. O esa sensación tan vaga y cercana llamada realidad.

Porque al final, las historias no necesitan ilustrarse desde las alturas. Las palabras que cobran la verdad son las que cada mañana dice un hombre ante un carajillo en un bar, mientras fuma(ba). O lo que uno piensa volviendo de un entierro.

Frío.


Estoy repostando. La Estación de Servicio en la autopista, a estas horas de la noche, vacía.


Frío y soledad. El empleado me mira taciturno cuando cargo la pipa. Una billiard rusticada negra, irlandesa canalla que me acompañó en el trance. Inténtalo, le digo con los ojos. Pero no dice nada. Mejor para él. Ninguno de los dos tenemos ganas de cumplir el maldito cartel de prohibición. Hoy no. Ahora no, al menos.


Necesito fumar. Prendo el tabaco y aspiro. El humo denso y pesado de la latakia me llena la boca y la nariz. Vida.


Necesito fumar. No es una necesidad física. Aún. 
Necesidad espiritual.


Vengo de enterrar a un amigo muerto.


Tras el sepelio, comentarios y opiniones: «Fumaba mucho». «¡Cáncer!». «Factores de riesgo…». «No pudo dejar el tabaco, ni tras el diagnóstico».»…una pena…»


Frío y soledad en la llanura castellana. Vuelvo al sol, tras enterrar a un amigo muerto.


Y fumo. Saboreo la pipa, el humo y el tabaco.
 Por mi amigo muerto, por su honestidad y por su decisión. Quizá lo mató el tabaco, pero fumó y disfrutó. O no.


La bendita libertad.


Saboreo el tabaco y pienso en mi amigo muerto. No lo conocía, pues el amigo es el hijo. 
Pero todos los que mueren en libertad y honestidad merecen, alguna vez, ser llamados amigos.


Y quizá fumar en pipa.

Aparecen en este libro, «Escritos desde el anonimato«, de Enrique Tárraga (Editorial Círculo Rojo, 2011), ciertos lugares comunes que nos narran pequeñas y breves historias sobre la gente común, usted, yo, todos nosotros: el bar de los currelas, las playas medianamente ocupadas, un Moleskine pidiendo vida y tinta, las carreteras y los paritorios. Y aparecen también algunos textos que he tenido el privilegio de albergar en este blog, como «En guardia«, «Aguantando» o «De fe y otras creencias«. Enrique ha publicado un libro que navega, como la vida, entre poesía y prosa, siempre contando algo que merece la pena escuchar.

Y es que al final, un hombre que encabeza los retazos con letras de Bruce Springsteen, merece una lectura.

Todo desaparece y no nos quedan ni las cenizas de aquello que amamos, pienso.

Lo pienso mientras camino alejándome lentamente de Covent Garden, sin volver la vista hacia una terraza al aire libre en la que acabo de vivir una escena de difícil definición. Porque estoy en Londres: uno de esos viajes que desde la adolescencia pensamos que significan el éxito del futuro que nos espera, capital de talla mundial, dar una conferencia delante de empresarios y emprendedores.

Hoy sabes que en realidad eso no significa gran cosa, salvo la posibilidad de caminar por calles que sólo te eran extrañas antes de nacer.

Porque todo desaparece, todo se pierde, te dices mientras te alejas de Covent Garden. Apenas 3 minutos antes has decidido desafiar el desagradable viento de componente noreste y tomarte un té en una terraza mientras abres la lata de Dunhill London Mixture que has comprado en el estanco de Charing Cross Road. Ese que ahora en el escaparate tiene que mostrar caramelos tras la última ley que impide la mostración de paquetes o latas de tabaco de forma pública y clara.

Te has sentado, has cargado la pipa, la terraza no está muy llena pero tardan lo suficiente en decidir quién te atenderá como para que te haya dado tiempo a encenderla. Ese aroma a latakia que impregna tu paladar. Y ya anticipas el Earl Grey con dos minutos y medio de infusión que dará el perfecto contrapunto. Aparece el camarero con su refinada educación británica de atención al público. Te arrancas a encargar tu té, pero antes de hacerlo te interrumpe con suavidad y te indica que antes de pedir tengas a bien leer lo que pone la carta.

A pie de la tercera página, una frase.

Please refrain yourself from smoking cigars or pipes.

Él continúa el parloteo disculpándose de antemano por las molestias, que en principio no tendría problema en que fume, pero que si uno solo de los demás clientes de esa terraza donde la sensación térmica no toca ni en verso los 10º centígrados se queja, se verá obligado a pedirme que por favor la apague. Yo no soy capaz de mirarle. Tengo la vista fija en la carta.

from smoking cigars or pipes.

Pienso en los cigarrillos. Esos cilindros que contienen más sustancias de origen desconocido que tabaco. Esas monodosis que atentan directamente contra el concepto que hay detrás de una pipa o de un Montecristo: la prisa contra la pausa. No las ataco: simplemente, no son mi liga. Pero era difícil no sentir remotamente como un insulto esa frase. No importa que te hayamos expulsado de los bares, donde medías el tiempo con la paz de medio litro de cerveza y una pipa. No basta que tu reino sea ahora el de las prostitutas y los barrenderos, cobijándote en las esquinas y en los soportales para poder encender sin interferencias eólicas la pipa. No: vamos cerrando el campo en una maniobra de difícil justificación racional por algo que nada tiene que ver con la salud, como decían los integristas que loaban esa ley que, decían, iba a crear muchos puestos de trabajo y dinamizar el sector hostelero con esos millones de no fumadores que iban a ir corriendo a los bares, ahora que son libres de humos.

Esos mismos bares que ahora cierran tras bajadas del 50 al 70% en sus ventas.

Bares muy distintos a este de Covent Garden, repleto de turistas despistados que encuentran razonable pagar 3 libras esterlinas por un mal cappuccino. A este bar en el que el camarero espera una respuesta mientras yo sigo mirando la carta desde hace varios segundos.

or pipes.

Inspiro con toda la calma y serenidad que me da haber pasado ya con holgura la frontera de los 30. Le sonrío, y le digo,

– No problem, sir…

Sonríe aliviado. Echa mano al bloc de notas de su delantal.

– …then it would be wise not to spend my money here. Have a nice day.

Y me levanto y me alejo de esa terraza sin volver la vista atrás.

Almiralty ArchDecido caminar por las majestuosas calles adyacentes. Strand. Llego hasta Trafalgar Square. Atravieso el Almiralty Arch para adentrarme en The Mall, el paseo que lleva a Buckingham Palace. Subo por St. James’s Street hacia Regent Street. Lugares que durante décadas representaron un símbolo aspiracional de una cierta nobleza, los mejores sastres de Europa, comercios que ahora son marcas, Fortnum & Mason, Penhaligon, Dunhill. Camino por allí honrándoles un íntimo tributo a un tiempo perdido: fumando en mi pipa. Como si fuera 1952 tras la Coronación. No me cruzo con ningún otro fumador en pipa. Todos los viandantes con los que me cruzo, en su inmensa mayoría turistas, me miran como si llevara una chuleta de cordero en la cabeza.

Como si procediera de otro mundo.

Quizá sea así.

Permíteme que me disculpe. Ayer cometí un fallo imperdonable.

Torpemente me muevo entre las rutinas que nada me dicen. Los kilómetros recorridos cada día atravesando la ciudad que antes estuvo partida. Todo esto, pienso, es sólo un envoltorio necesario para llegar a otra parte. Como el envase de cartón protege los huevos que han de llegar a la nevera de casa.

Quizá, pero el envoltorio se expande y coloniza los espacios de mi vida. Ordenador. Teléfono. Correos. Vender. Intentar vender. Contar. Intentar comunicar. Mirar números, porcentajes fríos que nada cuentan de los esfuerzos. Abrir programas de presentaciones. Sólo me viste presentar algo durante una temporada determinada de mi vida: cuando hacerlo era una hazaña.

Hoy tengo una edad en la que las hazañas son menos épicas, más invisibles, más calladas.

Discúlpame que todo esto que no significa nada me haya hecho olvidar que ayer hubiera sido tu cumpleaños, una vez más. Déjame desagraviarte con mi mejor tabaco. Ya sabes, es nuestra forma de comunicarnos más allá de la vida.

 

Enzo Foresti «Pipaforo» > McClelland’s Frog Morton Across The Pond

Uno tiene esa estúpida manía -dirán algunos- de asociar sensaciones a determinados momentos. Vincular un perfume a unos ojos, recordar una espera por el café solo que tomabas, pensar en una noche determinada cada vez que hierves agua para un dim-sum.

Tiendo a asociar la latakia con el otoño. Y con la reflexión.

La asociación de otoño es obvia. Las primeras chimeneas, la presencia de la turba en el suelo, la humedad ambiental flotante. La latakia habla con los bosques que están preparándose para el invierno.

Pero también te habla en noches de verano en las que descubres que las cosas no han ido exactamente como esperabas. En esas noches en las que dejas que el silencio se amontone encima de los muebles, escuchas al reloj marcar segundos como se dispara a los civiles en las guerras olvidadas de África: regular, imperceptible e imparable.

Y piensas. Piensas en tus pasos, en lo que deberías hacer, en lo que harás. También en lo que no harás.

La latakia sirve para pensar. Ese sabor profundo y terráceo, que asoma por la nariz como hace la turba por debajo de la hierba, te conduce de forma casi automática hacia la introspección. Es como un buen whisky de malta. Hay bebidas creadas para la expansión, como el mojito o el gin-tonic. El whisky te lleva a tus raíces como ser humano. La latakia también.

Fumo latakia en una larga noche de jueves. Pero sonrío. Sonrío pensando que dentro de una semana, estaré fumando un alegre virginia a la orilla del mar. Lejos de una reflexión grave, sino contando el ritmo de las olas mientras me doy cuenta de que soy quien soy y tengo suerte relativamente. Lejos de miserias humanas que la latakia pondera y evalúa, allí estará un sabor que me dirá,

– estás jodidamente lejos de todo eso.

Benditos sabores emocionales.

 

33 años y un día. Suena a condena, pero no.

Ayer eran, simplemente, 33 años. Abres el ojo y miras por la ventana. Las nubes se han ido. Vuelve el azul como color de moda fugaz. Se te dibuja sonrisa de estúpido en la cara. Cara de turista británico abriendo las cortinas de su habitación de hotel en Benidorm. Cara de turista alemán anticipando una cerveza fría en una calle soleada de Palma. Esa cara. Te pones una camisa y un pantalón de vestir.

Al fin y al cabo, ya tienes una edad para vestirte con una mínima elegancia, cojones.

Trabajas, recibes felicitaciones, tomas una copita de sekt y atraviesas con tu moto el Berlín estival -sólo un rato, sólo un día, este día-. Es tal la sensación de niño al que le acaban de dar las notas que llegas a casa y según entras, vuelves a salir. Volverás varias horas después, después de haber bebido respetablemente y de haber cenado como un orco. Has reído, has echado de menos, has conversado. Ha sido un gran día.

En el día de la condena, abres el ojo y miras por la ventana. Cielo gris y la temperatura súbitamente recortada a la mitad. Un 27 de agosto -santa Mónica- a 16º. Ahí queda eso. Pero celebras que es otro día, y lo celebras de una forma diferente: disfrutando de uno de tus regalos de cumpleaños.

puro cigar leon jimenez

Un León Jiménez dominicano. Celebra como un señor que ya puedes vestirte como un señor.